Todos apretujados en aquel enorme congelador. Unos junto a otros. Las enormes orejas de los conejos parecían arropar a las frágiles codornices. Los dientes desplazados de las liebres se rozaban con alguna pechuga de perdiz. No faltaba el colorido plumaje de un faisán, mirando con su ojo amarillo sin parpado.
Tendrían que vigilar su colesterol, tanta caza no era bueno. Es carne demasiado trabajada.
Pedro se perdía todos los domingos por el monte y volvía al final de la tarde con los animales engarzados en un mosquetón.
Elsa todavía no entiende esta nueva afición y sobre todo por qué nunca aparecen perdigones en la carne.
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